2.6.06

Alta mar.

Salió de la habitación con seis cajas. Sacó la olla de aluminio y se centró en el patio.

Encendió una de la infancia.

El fuego fue definitivo. Lo que cae en su abismo es irrecuperable.

Y eso deseaba, no recuperar jamás el pasado.

Se consumió la primera caja, había que mezclar como en un caldero, donde se formulaba su vida, cartas, cartas de su niñez, de la educación secundaria, donde sus íntimas confesaban su primer novio, su primer beso, sus periodos menstruales, donde palpitaba la irrelevancia de sus vidas. Simples adolescentes fundidas en la televisión, la indolencia del shopping y las modas, calcomanías, tintas de colores pastel, eso contenían las cartas de la primera etapa de la educación secundaria.

Luego el turno fue de las primeras cartas de hombres. Hombrecitos pubertos, cartas de no cambies nunca eres una súper amiga; más de media hora de humo blanco, de hoguera de papeles que perdieron su importancia a penas leídos…

Entró a cenar. Su madre comentó durante la cena que no creía verle tan tranquila después de pasar diez años conservando todas esas cartas apiladas, ella aceptó que nunca antes pensó en deshacerse de ellas, y que a estas alturas conservarlas sería una necedad, al fin que esas personas que antes escribían eres mi mejor amiga ya no tenían ninguna participación en su vida, y, habitantes del pasado, no desquitaban el espacio en casa, y en su memoria, que guardaba tantas palabras viejas.

Regresó al patio hacia las diez de la noche. Encendió el fuego con las cartas de los novios. El humo ascendía y enturbiaba aún más la visión de las estrellas. Pensaba que a veces eso trascendía y el pasado impedía ver el presente, y lo futuro. Sentía cómo el fuego la desafiaba a entregar todos aquellos recuerdos inútiles que la asediaban, todos aquellos que la entretenían durante las noches, todas esas memorias de gente desconocida que alguna vez pertenecieron a quien fue.

Cargando durante tanto tiempo con promesas de amor, ya caducas, sólo conseguía empañar su vida.

Algunas cartas parecían resistirse al fuego, ella las removió y observó cómo se cubrían con las cenizas de unas y de otras como evitando formar parte de esa ruina, buscándose una nueva imagen para un después, crepitando sus discursos, disimulando sus lágrimas y gritos entintados, derretidas entre las llamas.

Desde que aprendió a leer y escribir se volvió afecta a las cartas. Le escribía a su madre el diez de mayo. A su padre en su cumpleaños. A sus hermanas para animarlas o para disculparse con ellas tras una travesura o, más grande, para confesarse o argumentar sobre algún conflicto familiar. En la primaria se escribía con sus mejores amigas, sobre sus problemas en casa, sobre los compañeros de clase, sobre sus inquietudes. Así se comunicaba mejor. Demostraba que era noble al brindar tanto de su tiempo a la redacción… En la secundaria después de proseguir con los típicos recados en clase, intimó con algunas niñas y recomenzó la tarea de escribirse. Tan intenso fue el ejercicio que casi a diario entregaba y recibía una carta, con el mismo corte de las anteriores, no olvidando nunca el deseo de conservar para siempre esa amistad. Cambió cuando comenzó a cartearse con un chico ya en la preparatoria. Antes del teléfono, la carta, entregada personalmente, consistía la base de la comunicación entre ella y el mundo.

Se escribía también con un amigo de la infancia, y las cartas eran enviadas por correo. Acción absurda al encontrarse en la misma ciudad y con todas las posibilidades de encontrarse cuando desearan, pero alguna secreta satisfacción encontraban al recibir, casi dos meses después de escritas, las cartas de manos del cartero.

Escribió a un preso en California, una carta tierna, consecuente para con aquel desdichado, con una vehemencia memorable y ansiando que comenzara una amistad intensa entre ella y aquel hombre, probablemente un criminal que se dio el lujo de desdeñar la carta de aquella de doce años. Yo también lo hubiera hecho, haciéndola esperar al menos un año, un preso ha de querer sentirse anhelado, esperado en algún lugar del planeta, aunque sea por una adolescente desconocida que, en otro país, espera la confirmación de que él también cree en los extraterrestres y los sucesos paranormales…

Poco después formaba un sólido noviazgo y las cartas parecían perpetuar el amor. Todas las expectaciones, las turbaciones, los deseos, las dudas, las dedicatorias, los planes, todo se contenía en el universo de cada carta. Desde la mínima oración hecha por él, hasta la canción perfecta. Todas las cartas de amor son ridículas/no serían cartas de amor si no fueran ridículas/ canta Liliana Felipe, y la coreo sin que sea despectiva. En aquellos entonces yo era ridícula. Ahora soy más. Esa es otra historia, la del amor, no la de las cartas.

Más cartas quemadas en el fondo de aquella olla en medio de ese cielo. Todas esas cartas volando sobre sus cenizas en aquel humo blanco y gris remolineando hasta el cielo; abrasando mi rostro las llamas voluptuosas de aquellas cartas tercas que jamás se soñaron en semejante infierno.

Todas dedicadas, todas producto del esmero de sus inexpertos redactores en el arte de escribirlas. Todas inspiradas en mí. Escritas sólo para mí.

Creadas desde la hoja blanca y la mente en blanco, la mano sin saber que escribir, luego proyectar una imagen, recordar un momento, leer la carta anterior. Responder. Componer una carta desde la nada.

Eso ardió. Ingratitud no es, no me justifico, pero no soy ingrata, sólo doy al viento lo que a el pertenece.

Si, las palabras se las lleva el viento, en humo, en rumor, en ceniza, en verso, en suspiro, en susurro, en soplo, en estallido y vuelo.

Cada propósito de aquellas cartas queda indeleble en alguna parte de mi piel. Las cartas siempre se firman con una mirada, con un abrazo, con un beso, con una despedida, con una lágrima, con sangre, con una sonrisa o con un suspiro, es ese pequeño instante el que perdura, es ese el destino de cada carta, de cada sobre abierto o cerrado, de cada carta leída o destruida.

Una carta es sólo una provocación y después de ello, a veces es sólo una insistencia de la memoria para recrear una realidad ya vivida, es una necedad que muta en otros desenlaces a medida que avanza el tiempo. A veces es mejor depurar la vida de aquellas cartas olvidadas que sólo engendran posibilidades o pasados definitivos.

Allí permaneció una hora más, satisfecha de haber quemado todas esas cajas, todas esas voces, todos los fantasmas. Y no es que necesariamente haya que temerlos, no. Sencillamente es un dejar atrás, un pasar de hoja, un parpadeo, una limpia.

Pareciera muy inocente conservar boletos de cine, recados de clase, monedas, carteras de cerillos, regalos, declaraciones, cartas, y se pensara que en el armario el movimiento es nulo. Mas al abrirlo y extraer una de aquellas notas, comienza el hechizo, y una tras otra desvelan de nuevo las visiones, los recuerdos se desdoblan, asaltan las emociones.

También quemó las fotografías, no necesitaba más de ellas, ya existía una imagen completa; una sucesión de instantes pausados no era necesario guardar por más tiempo, el testimonio de aquella que fue, todos los momentos eran ahora ella: un ser mezcolanza de vibras, cielos, lluvias, besos, abrazos, palabras, miradas, caminos, fondos, sonrisas…

Cremar esa entidad de pasado aligeraba el equipaje, la memoria para coleccionar la oleada de imágenes, momentos y cartas, permitiéndole resistir el resto del naufragio.

Sé mirar y lacerar.

Sé desplazarme con desprecio..

Sé actuar de manera que toda mi energía se dispare con la intención de penetrar tóxicamente en los sentimientos,

sé rechazar con silencios impenetrables,

sé como vengarme,

ser maldita.

Y duele.